25 diciembre 2017

¿Qué has querido decir?

Hace unos meses leí en un taller de escritura creativa uno de mis relatos breves. En resumen, narraba el reencuentro de un hombre y una mujer que treinta años atrás habían tenido cierta relación de amor-odio. El reencuentro, de unos pocos minutos, reproducía de manera muy condensada todo lo bueno y lo malo de aquella antigua relación. Una compañera me preguntó:
—¿Qué has querido decir?
—¿Que qué he querido decir? —contesté—. Lo que he leído, espero.
—Sí —insistió ella—, pero ¿qué has querido decir más allá?
—¿Más allá de qué?
—Del texto.
Respondí que nada. Que no hay nada más allá del texto. Que todo estaba ahí, en el papel. Más vale que haya querido decir lo que he dicho, pensé, y que además haya dicho lo que quería decir; si no, tendré que decir otra cosa.
Un texto es algo cerrado, un mensaje en una botella con el tapón sellado. Si el tapón salta en medio de la marea, la botella se va a llenar de agua salada, se va a hundir y el mensaje se va a perder.
Claro que quería decir algo (es decir: claro que quería llevar al lector a mi huerto), pero eso es una cosa que al lector no debería importarle. Al lector no debe importarle lo que el autor ha querido decir; debe importarle lo que ha dicho. No podemos preguntarle a Homero qué quiso decir con La Odisea, y creo que es mejor para todos. Incluso en novelas con una fuerte carga autobiográfica como La campana de cristal de Sylvia Plath o Al faro de Virginia Woolf, conocer las circunstancias personales de las autoras no contribuye a apreciar más la calidad de las obras. Leí la novela de Plath antes de conocer las circunstancias de su vida y de su muerte, y lo mismo me ocurrió con la novela de Woolf. ¿Me apasionaron menos por eso? Ni un ápice. Sylvia Plath y Virginia Woolf dijeron lo que querían decir, exactamente en la forma en que querían decirlo. No escribieron unas memorias sino unas novelas. Con un estilo y no con otro. Con una estructura y no con otra. Era evidente lo que querían decir incluso sin conocer sus vidas. Cuando las releí años después más informado, puede que comprendiera mejor el porqué de los detalles, pero la emoción no aumentó respecto a la primera lectura. Era imposible.
El autor puede contar, si le place, la génesis de su obra y la anécdota de su escritura: si estaba pasando una mala o una buena racha mientras escribía, si se sentía desalentado, si había dejado de fumar, si le costó encontrar la estructura adecuada, si tuvo que lidiar con muchos editores, si padecía de gota, etcétera. Eso es lo circunstancial, lo externo. Pero si pretende desvelar lo esencial —qué ha querido decir con su relato o con su novela—, no nos estará dando una información, sino una opinión: la suya. Una opinión como otra cualquiera porque, aunque probablemente le gustaría mucho, no puede volver a abrir la botella con el mensaje una vez que la ha lanzado a la marea. Una opinión la del autor, por cierto, menos fiable que la del simple lector. Por una sencilla razón: el autor, en general, si trabaja con pasión, no puede tener una idea demasiado clara de todo lo que ha querido decir.
Hace unos días, hablando de un magnífico relato de Tobias Wolff, Aquí empieza nuestra historia, el docente de un taller peroraba sobre la estructura del texto, la bondad y la maldad de los personajes, el clima de San Francisco, el oficio y la vocación del protagonista en función del café en el que se metía a tomar un capuchino y la belleza de la prosa final. Osé dar una opinión, no contraria a la charla interminable del docente, pero que abundaba en aspectos diferentes que la obra deja entrever. En un momento dado, dije que el docente —llamémosle Profesor Equis— había dicho esto o aquello, con la intención de complementarlo. El docente, hablando de sí mismo en tercera persona, saltó como un resorte: “El Profesor Equis no ha dicho esto o aquello. Esto o aquello lo dijo el propio Tobias Wolff”.
Con buena picha bien se jode, pensé: teniendo semejantes cartas en la manga difícilmente puedes perder. Hasta puedes mantener mudo a un auditorio de ocho aunque entres en bucle permanente con síntomas místicos. Cuando pedí la fuente de la opinión de Wolff, me quedé de piedra pómez ante la respuesta:
—¿Es que no te fías de mí?
Al menos esta vez lo dijo sin hablar de sí mismo en tercera persona. No tenía nada que ver con él, cualquiera que no sea catatónico pudo darse cuenta. Tenía que ver con Tobias Wolff. Realmente me interesaba la opinión del autor sobre su obra de primera mano, y así lo hice notar, pero al parecer ése es un secreto bien guardado y me quedé, ¡ay!, sin satisfacer mi curiosidad.
Con todo, suponiendo que lo transmitido por el docente haya sido fiel a la opinión de Wolff, cosa que no tengo por qué poner en duda, reitero lo dicho más arriba: la opinión del autor no deja de ser una opinión más, no necesariamente la más cabal, y desde luego no la más autorizada, entre otras cosas porque, al menos en esto, las opiniones autorizadas no existen. Para mí estaba claro que Wolff, sabiéndolo o sin saberlo, queriéndolo o sin querer, habla constantemente en su relato de un tema en el que no entraré puesto que no viene al caso, pero que se puede apreciar en un rastro de docenas de matices, escenas y detalles.
Algo más de un año atrás, di a leer en este blog un microrrelato gráfico que había escrito-dibujado años antes titulado Parábola textil. Podéis verlo en este enlace. Decía así:
En el principio de los tiempos se reunieron todos los trozos de tela, retales y trapos del mundo para repartirse las tareas.
La sábana servía para el amor. La venda para curar. El mantel para la fiesta. La cortina para que se columpiaran los gatos. El tapiz para el adorno. La bayeta para la limpieza. La manta para arropar. El vestido para el pudor. El pañuelo para el llanto.
Por último, quedó un trapo que no servía para nada, y lo colgaron del palo más alto.
Luego apareció el hombre y le juró lealtad.
El relato habla de las banderas. Puede verse en el dibujo, así que eso no es discutible. La opinión generalizada es que se trata de un texto que denigra las banderas y satiriza al hombre por jurarles lealtad. Sin embargo, una persona interpretó muy razonablemente que los trozos de tela útiles eran serviles y que habían ensalzado, subiéndolo a un mástil, al único trozo de tela que se negaba a servir a nadie. El ascenso al palo no era, pues, un castigo sino una exaltación. Y el hombre simplemente había reconocido el hecho.
Una opinión perfectamente válida. ¿Qué quise decir yo con el relato? No importa, lo que importa es lo que dije. Si alguien puede interpretarlo de un modo distinto al que yo pretendía, ése es mi problema. La próxima vez tendré que hacerlo con más cuidado. Como dice Beckett: “Inténtalo de nuevo. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor”.

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