28 junio 2017

Jean Jacques Rousseau, escritor

El 28 de junio de 1712, hace 305 años, nació en Ginebra Jean Jacques Rousseau. Murió sesenta y seis años después en Francia, donde había hecho casi toda su carrera como publicista. Su figura como filósofo, pedagogo y teórico del pensamiento político está lo bastante reputada como para que sea necesario entrar en muchos detalles. La dimensión literaria de Rousseau, en cambio, aunque reconocida, no ha sido suficientemente valorada. Sí la influencia de su creación, que anticipó el Romanticismo, pero no tanto la calidad de su prosa por sí sola, al margen de toda otra consideración.
Es verdad que Rousseau cultivó sobre todo el ensayo, pero fue un tipo de ensayo en general muy sui generis, con un estilo que echa mano de los recursos de la literatura creativa, incluso de la ficción cuando quiere ejemplificar; y, sobre todo en la última parte de su vida, se convirtió en un escritor confesional. La literatura confesional no era novedosa, desde luego, pero la cruda sinceridad y la falta de clemencia con las propias miserias de que Rousseau hizo alarde sí fue toda una novedad, y después de sus Confesiones o de sus Ensoñaciones apenas si se ha visto algo semejante en otros autores.
El Emilio, una de sus obras principales, recurre a personajes ficticios y a sus peripecias para ilustrar las tesis filosóficas sostenidas por el autor. Sus Confesiones son una obra maestra de elocuencia, pasión y amenidad, y pese a ser unas memorias, van más allá de la crónica y se internan en el alma del autor, o, por decirlo más exactamente, muestran ese alma: en ese sentido son una obra literaria de un género único, inclasificable. La Nueva Eloísa —esta sí, abiertamente una novela de ficción— puede considerarse, como sostiene Lydia Vázquez, “la gran novela de la literatura francesa”. Tuvo un gran éxito en su época, y si después no ha tenido el reconocimiento que sin duda merece, se debe a que se ha visto eclipsada por otros textos de Rousseau, fundamentalmente el Emilio y el Contrato Social, más valorados a partir de la Revolución Francesa, cuyos protagonistas principales se declararon seguidores del ginebrino.
Su lucidez fue determinante en esa influencia revolucionaria. En el Emilio, publicado en 1762, Rousseau anticipa 1789 y 1792: «Os fiáis del orden actual de la sociedad sin pensar que este orden está sujeto a revoluciones inevitables». Puede decirse incluso, sin exagerar demasiado, que anticipa el corazón del siglo XIX, desde 1830 a 1871: «Nos acercamos al estado de crisis y al siglo de las revoluciones. Todo lo que han hecho los hombres, los hombres pueden destruirlo: no hay caracteres inmutables sino aquellos que imprime la naturaleza, y la naturaleza no hace ni príncipes, ni ricos ni grandes señores». Y añade: «Yo tengo por imposible que las grandes monarquías de Europa tengan aún mucho tiempo de duración».
El Emilio, como el Contrato Social, fue prohibido, quemado, incluido en el Index, y Rousseau tuvo que huir de Francia durante algunos años para evitar la cárcel. Su Respuesta al arzobispo de París muestra otra de las facetas del Rousseau literato: el polemista. La respuesta a los ataques del clérigo contra sus libros es demoledora. Pero Rousseau no sólo tuvo oportunidad y motivos para mostrar sus dotes de polemista insuperable contra la jerarquía católica; tuvo que enfrentarse a los rigurosos gobernantes calvinistas de su ciudad natal, Ginebra, a los filósofos, que constituían una especie de secta encabezada por Voltaire, y a toda la corriente principal de su siglo, que encumbró la razón, el optimismo y el progreso, conceptos artificiosos a los que Rousseau opuso la vuelta a la naturaleza.
En un siglo objetivo, por decirlo así, Rousseau ensalza al sujeto frente a la opinión de todos. A él le importa un bledo la opinión imperante, se queda aislado y, en su aislamiento, destaca por encima de todos. Su pasión por la naturaleza no era algo original, claro; todos los filósofos la reivindicaban frente al fanatismo. Pero para Rousseau la naturaleza no es sólo ni principalmente ciencia o razón, sino sensación, o, mejor, sentimiento. En las primeras páginas de sus Confesiones lo sintetiza y lo concreta: «Antes de pensar sentí: tal es el común destino de la humanidad».
La fuerza de su prosa, su uso inobjetable de la lógica —cualquiera que sea la opinión que merezca—, unidos a su estilo apasionado y profundamente personal, más que sus razonamientos, hicieron de Rousseau un autor venerado por las generaciones siguientes. En su propia época tuvo enemigos en todos los frentes, el religioso y el laico. Fue más lejos que la mayoría en su crítica a la propiedad, el gobierno y las leyes. Voltaire, que dedicó muchos de sus esfuerzos a atacar a Rousseau, le llamó «ese mendigo que querría ver a los ricos despojados por los pobres». Voltaire, claro, era un rico propietario que en 1764 se atrevió a escribir: «Es imposible que los hombres que viven en sociedad no estén divididos en dos clases: una, la de los ricos, que mandan; otra, la de los pobres, que sirven». Los filósofos en general se lamentan de la desigualdad pero la aceptan como necesaria. Rousseau se subleva y reacciona contra ellos, contra «esas personas —dice— a las que Dios ha dotado de una resignación muy meritoria para soportar las desgracias ajenas».
Sin duda tuvo enemigos no sólo muy poderosos sino también muy de buen tono, pero Martin Luther King diría algo después que “para tener enemigos no hace falta declarar una guerra, basta con decir lo que se piensa”. O, dicho en palabras de alguien que no recuerdo, quien no tiene enemigos es porque no ha dicho una sola verdad en toda su vida. Rousseau había adoptado como lema la frase de Juvental Vitam impendere vero: Consagrar la vida a la verdad. Y fue consecuente.
Pero, como queda dicho, la generación inmediatamente posterior y las siguientes le rindieron el homenaje de su admiración entusiasta, fervorosa. Muchos otros autores habían sido tanto o más radicales o audaces que Rousseau, pero Rousseau marca la diferencia, una vez más, por su estilo literario: su amenidad, su pasión, su elocuencia, su calidez. Hasta en sus textos más teóricos parece que escribe exclusivamente para el lector que tiene el libro en las manos. Más que la fuerza de sus argumentos, arrastra a la acción la fuerza de su estilo. En un texto de hace algunos años, Carlos Quijano y Carlos Eguía lo expresan perfectamente; hablando sobre la influencia de Rousseau en el apogeo de la Revolución Francesa, dicen: «Pocos pensadores como él llegan tan a su hora. Su temperamento emocional arrastró a sus contemporáneos que protagonizaron la Revolución Francesa. No se lanza a hombres a la acción con razonamientos fríos o consejos prudentes. Es preciso conmover. Juan Jacobo no tiene admiradores, tiene devotos».

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