25 diciembre 2017

¿Qué has querido decir?

Hace unos meses leí en un taller de escritura creativa uno de mis relatos breves. En resumen, narraba el reencuentro de un hombre y una mujer que treinta años atrás habían tenido cierta relación de amor-odio. El reencuentro, de unos pocos minutos, reproducía de manera muy condensada todo lo bueno y lo malo de aquella antigua relación. Una compañera me preguntó:
—¿Qué has querido decir?
—¿Que qué he querido decir? —contesté—. Lo que he leído, espero.
—Sí —insistió ella—, pero ¿qué has querido decir más allá?
—¿Más allá de qué?
—Del texto.
Respondí que nada. Que no hay nada más allá del texto. Que todo estaba ahí, en el papel. Más vale que haya querido decir lo que he dicho, pensé, y que además haya dicho lo que quería decir; si no, tendré que decir otra cosa.
Un texto es algo cerrado, un mensaje en una botella con el tapón sellado. Si el tapón salta en medio de la marea, la botella se va a llenar de agua salada, se va a hundir y el mensaje se va a perder.

25 agosto 2017

Nietzsche contra la Idea

El 25 de agosto de 1900, hace 117 años, murió Friedrich Nietzsche. Su filosofía es demasiado amplia, demasiado llena de matices —y de contradicciones o, al menos, de puntos interpretables— como para poder exponerla en un pequeño espacio. Me detendré sólo en algunos aspectos que me parecen especialmente interesantes.
Ante todo, conviene dejar claro que la filosofía de Nietzsche no es social sino individual. Nietzsche siente ansia de libertad individual, también para sus semejantes, puesto que para él la libertad del otro no es el límite sino la garantía de su propia libertad. Pero se trata de que el ser humano, cada ser humano, se emancipe. No en un cuarto cerrado, claro está; en contacto con los demás, pero en definitiva cada cual sólo responde ante sí mismo.
Nietzsche se empeña en refutar punto por punto toda la filosofía especulativa que ha llegado hasta él, usando al menos en parte sus propias armas. La diferencia con Stirner es que éste la despacha de un plumazo, alegremente, en nombre sólo de su opinión, mientras que Nietzsche se enfrasca en una pelea sin un fin previsible contra la Idea. Stirner le da la espalda a esa pelea porque no considera a la Idea un rival digno de él. Nietzsche es un botánico; Stirner, un leñador. Por eso Nietzsche tiene una producción literaria tan abundante mientras que Stirner sólo escribió una obra extensa. Pero ambos combaten lo que consideran la mala hierba de la Idea que recorre todo el siglo XIX recogiendo el testigo de la Cristiandad. Aunque no dejó constancia de que Stirner le influyera, muchos párrafos de Nietzsche son muy confundibles con el lenguaje stirneriano.

28 julio 2017

Pregunta trampa: ¿Para qué sirve la literatura?

No hace mucho, después de la última sesión de un taller de escritura, surgió en el bar donde profesora y alumnos tomábamos unos botellines el tema de la utilidad de la literatura. Para ser precisos, el tema de para qué sirve la literatura. No profundizamos mucho, sólo pusimos sobre la mesa dos puntos de vista encontrados: alguien defendió que la literatura sirve para algo (elevar el espíritu, entretener, consolar, desahogar al personal, arrancar una sonrisa, qué sé yo) y alguien sostenía que la literatura no sirve para nada. Me tocó a mí en suerte defender esta última tesis. Claro que al decir que la literatura no sirve para nada mi intención no era denigrarla, sino, muy al contrario, hacerle un enorme cumplido. Suele olvidarse que cuando se habla de “la utilidad de la literatura” se están manejando al menos dos conceptos: el de literatura, desde luego, pero también el de utilidad. El culto a la utilidad, omnipresente, obligatorio, incuestionable, sobrevolaba el techo del bar aquella soleada tarde de junio con la misma autoridad con que el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas en el principio de los tiempos.

28 junio 2017

Jean Jacques Rousseau, escritor

El 28 de junio de 1712, hace 305 años, nació en Ginebra Jean Jacques Rousseau. Murió sesenta y seis años después en Francia, donde había hecho casi toda su carrera como publicista. Su figura como filósofo, pedagogo y teórico del pensamiento político está lo bastante reputada como para que sea necesario entrar en muchos detalles. La dimensión literaria de Rousseau, en cambio, aunque reconocida, no ha sido suficientemente valorada. Sí la influencia de su creación, que anticipó el Romanticismo, pero no tanto la calidad de su prosa por sí sola, al margen de toda otra consideración.
Es verdad que Rousseau cultivó sobre todo el ensayo, pero fue un tipo de ensayo en general muy sui generis, con un estilo que echa mano de los recursos de la literatura creativa, incluso de la ficción cuando quiere ejemplificar; y, sobre todo en la última parte de su vida, se convirtió en un escritor confesional. La literatura confesional no era novedosa, desde luego, pero la cruda sinceridad y la falta de clemencia con las propias miserias de que Rousseau hizo alarde sí fue toda una novedad, y después de sus Confesiones o de sus Ensoñaciones apenas si se ha visto algo semejante en otros autores.

26 junio 2017

Max Stirner: ‘El Único’

El 26 de junio de 1856, hace ciento sesenta y un años, murió Max Stirner. Había nacido cincuenta años antes en Baviera. Sólo escribió un libro, El Único y su propiedad, publicado en 1844 en Leipzig, al que los censores dejaron entrar en imprenta porque consideraron la obra «demasiado absurda como para ser peligrosa». El Único es uno de los fundamentos del anarquismo individualista y, más allá, anticipa el pensamiento de Nietzsche. Albert Camus, que también debe mucho de su filosofía del absurdo a El Único, dijo que «Stirner se ríe en su callejón sin salida, mientras que Nietzsche se da de cabezazos contra las paredes». Efectivamente, Stirner proclama alegremente que ha basado su causa en Nada, que no considera que nada esté por encima de él, que no reconoce ninguna ley ni principio ajeno a sí: proclama su Egoísmo y rechaza todas las ideas eternas, religiosas o laicas, filosóficas o políticas. Se declara enemigo público número uno de lo que considera la condensación de todas las abstracciones emancipadas de los cerebros humanos: el Estado.

26 marzo 2017

El español, lengua resbaladiza

A veces digo que el español es un idioma que me suena mal porque es el único que se me ha impuesto. Bromas aparte, es una lengua literaria, rica, eufónica… y absurda. Esto último no tiene por qué ser perjudicial para la poesía o la ficción —de hecho muy probablemente las favorece—, pero estorba mucho el pensamiento lógico. No creo que la escasez de número y talla de filósofos, matemáticos, científicos e incluso músicos en el mundo hispanoparlante se deba a ninguna carencia genética o medioambiental, por ejemplo; con toda probabilidad se debe a la lengua, que determina la forma de pensar y el orden o el desorden del pensamiento.
Una lengua en la que para emitir el mensaje de que “hay nada” se dice que “no hay nada” tiene un serio problema con la lógica y por tanto limita el pensamiento lógico de sus hablantes. Basta alterar el orden del absurdo “no hay nada” para darse cuenta de la aberración: el resultado del hipérbaton no sería “nada no hay”, sino —supongo que como concesión a la lógica— “nada hay”. Los anglófonos tienen esto muy claro: There is nothing. Hay nada. ¿Qué hay? Nada. Hay nada, no hay algo, no hay cosa alguna.
Lo mismo se puede aplicar al absurdo “no hay nadie” cuando en realidad lo que hay es nadie, nadie hay. There is nobody. ¿Quién hay? Nadie. Hay nadie, no hay alguien, no hay persona alguna.
Otro ejemplo de enunciado insensato en castellano es el manoseado “Más que nunca”. Si algo es más necesario (o más blanco, o más puntiagudo) que nunca no se está diciendo realmente nada (en realidad se está diciendo nada, pero ciñámonos a las normas por poco que nos convenzan). “La democracia está más fuerte que nunca”, se dice, cuando lo que se quiere decir es que está más fuerte que en todos los momentos anteriores y quién sabe si posteriores. Se quiere decir, pues, lo contrario de nunca: siempre. “La democracia está más fuerte que siempre”. Más que siempre, no más que nunca, un disparate sin sentido. Una vez más, los anglófonos y su lengua ordenada nos ilustran: More than ever. Democracy is stronger than ever.

20 marzo 2017

Por qué escribimos lo que escribimos y no otra cosa

Hay muchos móviles para escribir, tantos como autores y momentos. Puedes querer matar a tu padre, vengarte de tu ex, humillar a tu jefe, declarar tu amor a una vecina, volar, viajar, huir, arreglar el mundo o destruirlo. Luego, lo pretendas o no, cuando tu escritura merece la pena, lleva eso que puede llamarse un mensaje más o menos general, más o menos trascendente, sea la denuncia de la miseria de tu barrio o la exaltación de la grandeza de tu especie.
Pero, mensajes aparte, la idea primigenia, la que te hace levantarte del sofá y ponerte a la mesa rotulador en ristre sobre blanco y temible folio, suele ser más pedestre, o si se quiere más real, menos elevada que la que apunta el mensaje. Umberto Eco, por ejemplo, dijo que escribió El nombre de la rosa porque “tenía ganas de envenenar a un monje”. Carmen Posadas tampoco oculta que escribió Cinco moscas azules para saldar cuentas con Pedro J. Ramírez por lo que ella considera el trato injusto que su marido, Mariano Rubio, recibió por parte del director de El Mundo.
Es conocida la anécdota sobre Juan Marsé y su novela Últimas tardes con Teresa. Poco después de su publicación, una estudiante universitaria fue a entrevistarse con él. Ella y un grupo de compañeros suyos habían hecho un trabajo sobre la obra y habían llegado a la conclusión de que Marsé había querido hacer un “ajuste con la burguesía” con su novela. Él le dijo que no, que nada de eso, y ella insistió una y otra vez: que quizá él no se había dado cuenta, pero que Últimas tardes con Teresa era una ajuste con la burguesía. Y tanto insistió que Marsé, ya un poco harto, le reveló lo que de verdad le había movido a escribir su obra: “Mira, nena —le dijo—, te voy a explicar qué me inspiró Últimas tardes con Teresa. Yo siempre me he querido follar a una chica rubia y con los ojos azules como tú, pero como soy feo no he podido nunca. Para mí la novela ha sido una forma de embellecer mi mundo, y he creado ese personaje, que podrías ser tú. Si hubiera tenido la oportunidad de follarte a ti en vez de escribir Últimas tardes con Teresa, no la habría escrito”.

13 febrero 2017

Según para quién escribas, así sale

Parece evidente: no es lo mismo escribir literatura infantil que género negro, literatura erótica que folletín, ciencia ficción que novela histórica. El género literario que escoges determina el lector al que te diriges y por tanto el lenguaje que usas, los recursos que manejas, la mayor o menor audacia que te permites, etcétera.
Pero no quiero hablar de la obra publicada sino del paso necesariamente previo: de la obra escrita. Recién escrita e inédita. Al margen por completo del género, o mejor si carece de género, si se trata de una obra —larga o corta, es igual— de ésas que se llaman “literarias”. (Por cierto: notable género literario el que las editoriales catalogan como “literario”).
Hablo de lo que ahora se llama con poca fortuna beta reader para entendernos (?). Mejor llamarlo lector previo o primer lector. El primer lector, al que muestras tu manuscrito, sea poema, relato, capítulo de novela o lo que sea, a medida que vas escribiendo, antes de pensar siquiera en publicarlo. Generalmente un amigo, un familiar o preferiblemente un lector “laico” que no tenga nada personal que reprocharte o agradecerte y, si es posible, que apenas te conozca. Es incluso recomendable que ese primer lector de tu obra inédita no tenga demasiados conocimientos de teoría literaria. Sí gusto por la lectura, desde luego, pero no por el mundo —o más bien mundillo— de las pretendidas o pretenciosas superestructuras literarias.

28 enero 2017

A mi Señor Don Quijote…

… de su Dama aún encantada Dulcinea, con algunas noticias y deseos de verlo y de otra naturaleza, y con la mención de un sueño que me causa inquietud, y desasosiego (carta)


Esforzado caballero: sólo unas líneas para comunicaros que el hechizo o encantamiento que venís en ver en mí va mejorando día a día gracias a vuestros desinteresados y verdaderos afanes, aunque sea a costa de los lomos del bueno de Sancho, que sin tener arte ni parte en vuestra locura o sinrazón, conviene en prestarse a seguiros en las andanzas y en las ocurrencias, sin chistar ni poner mala cara a cuanto de él solicitáis. Conviene que le deis buenas y jugosas conversaciones con las que cultivar la famosa y ya probada fidelidad que os profesa, que nunca por mucho trigo fue mal año, y más vale engrasar de tanto en tanto la puerta de la jaula del pájaro que nos trina que no dejarla caer de puro herrumbrosa.

27 enero 2017

Aquellos huevos fritos (relato)

En mi casa todos los días se desayunaba, se comía, se merendaba y se cenaba. En medio de las acelgas, de los trozos de pollo llenos de huesos y de cartílagos, de la sopa sosa e indiferente, de las alcachofas con enormes hojas duras, de las judías verdes con las hebras al acecho, en medio de aquella selva hostil, de vez en cuando, surgía la promesa de los huevos fritos. Era una promesa de alegría, de satisfacción gratuita. El placer era algo raro entre los dientes. Hasta el desayuno, en régimen de libertad condicional, y la merienda, con libertad plena, ceremonias extrañas que escapaban a la vigilancia y daban una ilusión de placer por el hecho de que, como mucho, no había que sortear más que alguna corteza de queso o alguna tirilla de las rodajas de embutido, no eran comidas de verdad, no alimentaban, sólo eran rutinas empañadas por el pan aburrido con mantequilla aburrida y azúcar aburrida. Los desayunos y las meriendas no eran hostiles, pero eran aburridos.

26 enero 2017

‘Silvia’ de Gérard de Nerval

Hay quien dice que todas las novelas son policiacas, en el sentido de que aspiran a crear suspense o porque siempre tienen algo oculto que descubrir a lo largo de sus páginas. Puede que sí, pero en el plano formal. En el contenido, como ya he dicho aquí en alguna ocasión, creo más bien que todas las novelas son historias de amor. Ya sabemos que fondo y forma van unidos en la literatura. Pero el móvil del crimen, la investigación o el suspense siempre están al servicio de la emoción y, por encima de todo, de la emoción suprema: el amor.
El amor, que no es unívoco. En realidad cada autor nos habla de su amor, no del Amor. No sé qué es el Amor, sé qué es mi amor, y sé que una novela tiene calidad cuando el autor, sin conocerme, quizá —muy probablemente— sin pretenderlo, está hablando de mi amor. Es entonces cuando ocurre ese fenómeno insólito de tener la sensación, no de estar leyendo la novela que tenemos entre manos, sino de estar escribiéndola.
Silvia, de Gérard de Nerval, es la historia extraña de un amor extraño. Todos los amores son extraños, pero el amor de Gérard de Nerval en Silvia lo es aún más. Es único. No hay emociones generales, todas son particulares. Además de ser un sentimiento particular, el amor es único. Los intentos de hacer una sinopsis o un resumen de Silvia —o incluso un comentario— siempre fracasan, se embrollan, se desdibujan. Como este comentario. Porque Silvia es la historia de amor del lector.
La novela es breve. Su carácter único evoca incluso expresamente a La Nueva Eloísa de Rousseau, otra de esas novelas que parecen escritas sólo para nosotros, sólo para mostrarnos nuestras emociones. Nerval rinde un repetido homenaje a Rousseau —y en particular a La Nueva Eloísa— en las páginas de Silvia.

04 enero 2017

Camus en el tranvía de Argel

«No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida es digna o indigna de ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. (…) Si me pregunto en qué puedo basarme para juzgar si tal cuestión es más apremiante que tal otra, respondo que en los actos a los que obligue. Nunca vi morir a nadie por el argumento ontológico. Galileo, que defendía una verdad científica importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del mundo cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido hizo bien. (…) Es profundamente indiferente saber cuál gira alrededor del otro, si la Tierra o el Sol. (…) En cambio, veo que muchas personas mueren porque estiman que la vida no merece ser vivida». Con estas palabras comienza El mito de Sísifo, ensayo escrito por Camus en 1942.

Albert Camus nació el 7 de noviembre de 1913 en Mondovi (actual Dréan), Argelia, y murió el 4 de enero de 1960, hoy hace 57 años, en un accidente de tráfico. Cuando recibió el Nobel de Literatura en 1957, alguien, en una conferencia, le interrogó acerca de “la justa lucha” del Frente de Liberación Nacional argelino contra la dominación colonial francesa. Harto de la insistencia de aquel sujeto, Camus, que había denunciado la miseria, la tortura y el colonialismo en Argelia pero que se negaba a aceptar más Causa que la de su conciencia, respondió: “En este momento se arrojan bombas contra los tranvías de Argel. Mi madre puede hallarse en uno de esos tranvías. Si eso es la justicia, prefiero a mi madre”. La anécdota quedó registrada como una de esas escenas antológicas, expositivas, sintéticas de la historia de la filosofía: la manzana de Fourier, el caballo de Nietzsche, la madre de Camus. Era la Justicia —con una jota tan mayúscula que llegaba hasta el Monte Olimpo— frente a una anciana analfabeta, una fregona enferma: su madre. La Fantasía Mitológica frente a la carne desvalida viajando en transporte público. La Santa Falacia frente al latido del pecho de una vieja. Hacía al menos quince años que Camus había elegido al escribir los primeros párrafos de El mito de Sísifo. Cambiaba la Justicia y todas las Causas Justas de este mundo por esa anciana.