27 octubre 2016

Sylvia Plath y la naturaleza humana

El 27 de octubre de 1932, hace hoy ochenta y cuatro años, nació en Boston Sylvia Plath. El 11 de febrero de 1963, a los treinta años, acabó con su vida en su apartamento de Londres. Poco antes, ese mismo año, 1963, había publicado bajo seudónimo la novela La campana de cristal. Plath ya era conocida como poeta. La campana de cristal fue su única novela.
No es una obra efectista y eso la hace impactante. Junto con Cumbres borrascosas, El extranjero, Nada y, quizá, El guardián entre el centeno, La campana de cristal no deja una sola gota en el tintero de la emoción. Expone la esencia humana. Muchos autores, buenos autores, hablan de la condición humana. Muy pocos, entre los que se cuenta, por ejemplo, Dostoievski y, sin duda, Sylvia Plath, hablan de la esencia humana. Y cuando se habla de la esencia humana no se pueden hacer concesiones al pudor, ni tener pelos en la lengua, ni dejar piedra por remover en la cantera de los sentimientos. Porque eso somos fundamentalmente: sentimientos móviles, con algún pensamiento más o menos emboscado, más o menos inútil o más o menos práctico.
Entiendo por condición humana lo que tiene que ver con la existencia de la persona. Y entiendo por esencia humana lo que constituye la naturaleza de la persona: lo que le queda al ser humano cuando el contexto se desenfoca, cuando las circunstancias no son nada o casi nada, porque las emociones las anulan o casi las anulan. La condición humana es lo que le pasa a la persona. La naturaleza humana es la persona. Su esencia, que, al margen de la existencia, por encima o por debajo de ella, duele o complace. En el caso de Plath dolía tanto que se suicidó a los treinta años después de dejarles el desayuno preparado a sus dos niños.
Dejo aquí un pequeño fragmento del capítulo catorce de La campana de cristal, una muestra de la sobriedad conmovedora del estilo de Sylvia Plath:
«Habitualmente era un arrugado viejecito blanco el que nos traía la comida, pero hoy era un negro. Estaba con una mujer que llevaba unos zapatos de tacón puntiagudos y ella le iba diciendo lo que tenía que hacer. El negro reía con sofoco de una forma tonta.
Entonces nos trajo una bandeja a la mesa con tres fuentes de hojalata tapadas y empezó a ponerlas con estrépito. La mujer salió de la habitación, cerrando la puerta con llave tras ella. Durante todo el tiempo que el negro pasó colocando las soperas y luego los abollados cubiertos y la gruesa loza blanca, entrechocándolo todo, nos observó con grandes ojos desorbitados.
Me di cuenta de que éramos los primeros locos que veía».

No hay comentarios:

Publicar un comentario