03 octubre 2016

Ególatras embusteros admirables

Siempre me ha sorprendido la admiración que provocan los escritores de ficción. Un hatajo de ególatras que se dedican a contar embustes y que, sin embargo, tienen seguidores que los deifican.
Es preciso tener una opinión exageradamente favorable de uno mismo para escribir y pretender, no sólo que te lean, sino que además te paguen por leerte. ¿Y qué estás contando a cambio de dinero y aplauso? Mentiras, cosas que jamás ocurrieron o que ocurrieron de otro modo; deformas la realidad, la dotas de un sentido que no tiene, la manipulas sin reparos. Un escritor es un farsante que no lo oculta, que se vanagloria de su habilidad para embaucar. Quien lo lee lo sabe; sabe que todo es falso, y prefiere que así sea.
¿Por qué? ¿Por qué ese fenómeno tan singular? En el capítulo «Rebeldía y arte» de su ensayo El hombre rebelde, Camus apunta algo. Cita a un crítico católico que dice: “El arte, sea cual sea su objetivo, siempre hace una competencia culpable a Dios”. Camus muestra su acuerdo en términos generales, y añade: “Es más justo, en efecto, hablar de una competencia a Dios a propósito de la novela”.
Ésa es la clave de la admiración que provoca el novelista o el narrador en general: es un creador que desafía al único Creador reconocido. Y no crea muebles como el ebanista, o estatuas como el escultor, es decir, trozos más o menos bellos o útiles de este mundo. Crea mundos al margen de éste. Con los materiales de derribo que recoge de esta realidad construye realidades fingidas con aspecto impoluto; levanta palacios, fortalezas majestuosas. Puede crear mundos bellos o siniestros, amables o terribles, pero en todo caso unificados, no caóticos. Mundos coherentes donde todo encaja, donde hasta el dolor más insoportable tiene un sentido, donde no cabe la desesperación, porque, como también dice Camus, “nombrar la desesperación es superarla”.
Hay otros oficios que sugieren competencia con la deidad: médicos que resucitan, jueces que absuelven y condenan; ellos también pueden usurpar funciones del Altísimo. Pero ninguno de ellos tiene devotos, porque se limitan a comportarse como dioses menores dentro de la realidad que se han encontrado, de acuerdo con las leyes que les han sido impuestas. Ellos no son creadores sino criaturas; no crean, que es la primera característica de Dios. Dios se hizo creador para entretenerse. El escritor se hace creador exactamente por el mismo motivo.
Una de las novelas más duras y terribles que, sin pensar demasiado, se me viene a la cabeza podría ser Cumbres borrascosas. Y daría la mitad de mi imperio por vivir la novela de Emily Brontë, con todo su horror. Se debe a que dentro de las peripecias tremebundas de la narración hay una coherencia que se echa de menos en la vida real. Y esa coherencia perfecta, nacida de la cabeza y la mano de Brontë, nos hace sentir devoción por la genialidad de su autora.
Todos los escritores dignos de ese nombre son magníficos embaucadores. Sabemos que nos engañan y deseamos que nos engañen. Que nos digan: he aquí una realidad inexistente con sentido, mientras que la realidad que te rodea no lo tiene. Elige. Y elegimos su engaño agradecidos.

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