24 septiembre 2016

La muerte de Umberto Eco

Umberto Eco murió hace algo más de siete meses. La noticia me conmovió mucho en su momento. Leer sus novelas supuso para mí una experiencia muy placentera en una época difícil de mi vida.
Imagino que sus obras de ficción no gozan de una gran reputación entre los entendidos, aunque es verdad que tampoco se puede decir que tengan mala reputación. Supongo que entre ellos, los entendidos, hay una especie de silencio generalizado que deben de considerar piadoso; que corren un velo sutil de disimulo tras el que parecen disculparle al maestro sus incursiones novelísticas porque vienen avaladas por su antiguo prestigio filosófico, sus ensayos semióticos de primer orden y su sabiduría general inobjetable.
Hace poco, hablando de alta y baja literatura, dije que El nombre la rosa entraba dentro de cierta categoría de baja literatura, o quizá de literatura mediana; para ser más preciso, es una novela dirigida a lo que Cortázar llamaría (no muy felizmente, en mi opinión) un lector hembra. Mantengo lo dicho: El nombre de la rosa no es el Ulises de Joyce, por ejemplo. Pero a mí El nombre de la rosa me ha salvado la vida al menos dos veces. El péndulo de Foucault una vez. Y leí Baudolino en una época de mi vida en la que ya por fortuna no necesitaba salvavidas, pero resultó un agradable flotador en una corriente algo más tranquila. Del Ulises de Joyce no puedo decir nada parecido, quizá porque no lo he leído. Y no lo he leído porque los entendidos con los que me he tropezado me lo han desaconsejado. No por ninguna falta de calidad de Joyce, claro, sino por mi falta de capacidad como lector.
Volviendo a Eco: sólo y nada menos que por el gozo que transmite, por la vida que desborda su lectura, lamenté mucho la pérdida de este amante de las palabras, alguien que juega con el verbo y que no carga con él ni lo arrastra como un fardo. La pérdida de Eco, comoquiera que se caracterice su obra de ficción, fue la de un gran escritor y un sabio, una pérdida que nos ha empobrecido.

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