30 diciembre 2016

Técnica y verdad

Hace unos días, en un memorable taller de escritura que conduce una excelente profesora, me di cuenta una vez más de algo a menudo olvidado por excesivamente sabido: qué es lo prioritario en la literatura. La calidad es la meta, sin duda, y para llegar a ella hay que combinar con delicadeza técnica y verdad. La técnica puede aprenderse y ejercitarse. La verdad no. Se trata de tener o no tener algo que decir y, en caso afirmativo, de decirlo. Algo aparentemente sencillo: ser auténtico. Eso es lo prioritario en la literatura.
Me sorprendí a mí mismo sorprendiéndome de la fuerza, la vida que respiraban por todos los poros del papel tres textos escritos por tres compañeras que tienen mucho que decir y que lo dicen. Sin duda se trataba de textos necesitados —como todos— de un pulido técnico, de reescritura, correcciones y demás. Pero tenían lo primordial, lo prioritario: autenticidad. Rebosaban verdad.
Uno, un relato amable, sencillo, sin artificios; casi una enumeración de hechos. Otro, un cuento inquietante, ambiguo, con sobresaltos. El tercer texto era introspectivo, un monólogo interior digamos que existencial. Y, por alguna razón, se notaba el latido, el pulso de cada autora en cada frase, casi en cada palabra de esos textos breves y dispares. ¿Qué tenían en común? Autenticidad. Tenían algo que contar y lo contaban. Decían porque tenían algo que decir.
La autenticidad no siempre es desgarradora o tremendista o dramática; muy bien puede ser consoladora, suave o agradable. Pero siempre nos señala nuestra fragilidad, nuestro punto débil, y nos hace sentirlo.

19 diciembre 2016

‘Cumbres Borrascosas’: el Mal o la pasión

Georges Bataille dedica el primer capítulo de su ensayo La Literatura y el Mal a Emily Brontë. Nacida el 30 de julio de 1818 y muerta el 19 de diciembre de 1848 en Yorkshire, al norte de Inglaterra, vivió apenas treinta años y escribió una sola novela, Cumbres Borrascosas, publicada poco antes de su muerte. Bataille dice que Brontë «llegó hasta el límite del conocimiento del Mal». Un juicio arriesgado, como todos los juicios de valor. Emily Brontë conoce la dureza, el rigor y la severidad de una familia encabezada por un pastor anglicano, es huérfana de madre desde niña y su entorno social está lleno de moral religiosa. Pero también crece en un medio de naturaleza agreste, salvaje, que refleja en su obra. El concepto de Mal es hijo de los valores. La dureza de las circunstancias no encaja en los valores, es contingente. El Mal —sobre todo si se escribe con mayúscula— pretende trascender y, sencillamente, no lo consigue.

04 diciembre 2016

Los límites de la literatura

A la literatura nada humano —ni siquiera inhumano— le es ajeno. Cuando se habla de los límites de su contenido se corre el riesgo de dejar en la puerta aquello que se considera desagradable, malo o inconveniente sin más. Como no hay unanimidad sobre qué es desagradable, malo o inconveniente, más vale que todos los temas puedan entrar. De hecho, no se trata de que sea recomendable: es inevitable. El límite continental de la literatura es el tamaño del papel.
Y ahí cabe todo. El papel, como suele decirse, lo aguanta todo. Aunque, al menos en nuestra cultura, la sexualidad, la pornografía, las perversiones o las violaciones siempre parecen tener que justificar su presencia en el mundo de las letras, como si no bastara su mera existencia en el mundo real. Y, sobre todo, como si escribir ficción sobre unos hechos significara necesariamente legitimarlos.
Sade es un apestado del que se imagina más de lo que se conoce. Nabokov tuvo que pasarse la vida desmintiendo que fuera un pedófilo por haber escrito Lolita. En cambio, nadie le pregunta a Stephen King si tiene inclinaciones criminales psicopáticas. La herencia del dios bíblico, siempre lleno de violencia y vacío de sexo, no parece ajena a esos amagos censores selectivos. No: en literatura no hay temas tabú, ni siquiera el del aburrimiento.
En la cuestión formal, parece claro que hay que evitar o moderar el uso de algunos giros, expresiones, supuestos recursos o descuidos que embotan la transmisión del mensaje literario. Por eficacia, no por imperativo. Eso es la estética o la belleza de una obra literaria: la eficacia en la transmisión. La literatura es forma; la forma de mejor comunicar por escrito. Lo que se quiere comunicar, o quién lo quiere comunicar, queda al margen.

03 diciembre 2016

‘El asco’ de Horacio Castellanos Moya

El asco, subtitulada Thomas Bernhard en San Salvador, es una novela breve que no deja títere con cabeza. Ni siquiera la del narrador último, ese Edgardo Vega al que oímos a través de un narrador-puente identificado con el propio autor, Moya. Es una novela-purgante, o una novela-río, aunque el río sea de vómito. Va de la diarrea a los excrementos pasando por los mocos. Y con esos materiales chuscos, el escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya construye una narración precisa, con una estructura cuidada y un ritmo que no decae en ningún momento. Arranca la carcajada muchas veces, la sonrisa casi todas, pero hay un poso trágico y reflexivo detrás de la fachada cómica. En su perorata, el neurótico y delirante Vega destripa como a un pez muerto la farsa de la Historia, la política, las costumbres y todas las entelequias sangrientas de su país, y las expone a la vista de todos. Podrían ser las de cualquier país en realidad, pero son las del suyo a su pesar. No es extraño que el autor de la novela, Castellanos Moya, recibiera amenazas de muerte cuando publicó El asco. Una novela en la que se echa pestes contra los militares, los exguerrilleros, los políticos, el patriotismo, los próceres de la patria, los empresarios y todo bicho más o menos viviente puede reportarle a su autor el odio de cualquiera de los objetivos de sus contraataques.

02 diciembre 2016

Donatien Alphonse François de Sade

Guillaume Apollinaire definió a Sade como “el espíritu más libre que jamás ha existido”. Desde luego Sade no se detuvo ante ningún abismo; se asomó y por momentos se arrojó a todos los que fue encontrando. Y lo pagó con sus huesos. Veintisiete años de encierro bajo el Antiguo Régimen, el Terror, el Imperio y la Restauración —más de un tercio de su vida— fue el precio de semejante osadía. La osadía de denunciar la moral, a la que consideraba una excrecencia hipócrita teologista, confesa o no; en particular la moral cristiana, denunciada por el marqués como sostenedora y sostenida por todos los sistemas, absolutistas, radicales o moderados.

Ningún sistema opresivo puede privarse de la moral. Ningún sistema opresivo puede sostenerse sólo por la fuerza; necesita apuntalarse proclamando su virtud sin sentirse por ello obligado a practicarla. «Abrid las cárceles o demostrad vuestra virtud», pone Albert Camus retóricamente en boca de Sade. Claro está que ningún Gobierno hizo nunca ni una cosa ni la otra. En cambio todos persiguieron, castigaron y encerraron al marqués de Sade sólo para confirmar y consagrar su propia hipocresía ante el mundo y en el mundo. Saint-Just, frente a Sade, opondría para Camus otra máxima igualmente retórica que fundamenta el totalitarismo: «Demostrad vuestra virtud o entrad en las cárceles».
Sade rompió el espinazo de la moral cristiana en nombre de la naturaleza, y con ello dejó al descubierto los feos intersticios, los repugnantes tendones, los tuétanos, los nervios y las arterias de ese espinazo; saltaron las astillas y los fluidos innobles; lo dejó todo perdido de sangre literaria y eso le convirtió en un maldito. Alguien tenía que hacerlo en su siglo, y sus veintisiete años de encierro le dieron tiempo y motivos sobrados para desear con furia que todo saltara por los aires y para reflejarlo en sus textos. Alguien tenía que hacerlo, pero lo hizo él. El estallido literario que provocó Sade derramó la inmundicia contenida en el cascarón sagrado de la moral, hija de los principios caídos del Cielo sagrado de la Iglesia o del Cielo profano del Poder que tomó su relevo. Sade es odiado o repudiado, no por lo que defendió —él no era un razonador—, sino por lo que denunció. Sade no reconoce límites a la libertad, rechaza que la virtud sea su consecuencia natural, y en sus textos de ficción lleva al extremo sus tesis. En lo literario no tiene freno ni se disculpa por su falta de freno, ésa es su grandeza como escritor. Es verdad que Sade incide en la maldad. Pero veintisiete años de encierro no podían crearle una gran opinión sobre sus contemporáneos ni sobre el dios que su educación le había impuesto.

28 octubre 2016

Arte, corrección política y tumbas

El arte tiene sus propias normas. La primera de ellas es no ceñirse a nada. Ni a la opinión ni a las leyes, ni al código penal ni a la vergüenza, ni a la bondad, ni a lo profano, ni a lo sagrado ni al lucero del alba. No ceñirse a nada más que a sí mismo. El arte se alimenta de su propia hambre. De la necesidad del artista; de su necesidad de expresarse como le plazca cuanto le plazca y le pese a quien le pese. Es el placer frente al pesar. Nada es tabú en el arte excepto la estrechez y nada es imperativo excepto la búsqueda y la extensión de la belleza.
Como en la regresía, hay un Index estético en la progresía, variable según la secta y la oportunidad, que dice lo que está bien o mal, lo que es arte proletario o burgués, o, en lenguaje moderno, arte progresista o lo contrario. Lo que se puede o debe leer o escuchar y lo que no. El ejemplo de los chinos prohibiendo a Beethoven en la Revolución cultural, o el de algunos trotskistas europeos que rechazaban el rock porque según ellos expresaba la decadencia burguesa (frente a la música clásica, que habría expresado el ascenso de la burguesía), son ejemplos cogidos a bote pronto de corsés herrumbrosos que pretenden comprimir las mentes de los artistas haciéndose pasar por amables abrazos. Y, de paso, crear degustadores de arte a dieta del plato único que sugiera el líder.

27 octubre 2016

Sylvia Plath y la naturaleza humana

El 27 de octubre de 1932, hace hoy ochenta y cuatro años, nació en Boston Sylvia Plath. El 11 de febrero de 1963, a los treinta años, acabó con su vida en su apartamento de Londres. Poco antes, ese mismo año, 1963, había publicado bajo seudónimo la novela La campana de cristal. Plath ya era conocida como poeta. La campana de cristal fue su única novela.
No es una obra efectista y eso la hace impactante. Junto con Cumbres borrascosas, El extranjero, Nada y, quizá, El guardián entre el centeno, La campana de cristal no deja una sola gota en el tintero de la emoción. Expone la esencia humana. Muchos autores, buenos autores, hablan de la condición humana. Muy pocos, entre los que se cuenta, por ejemplo, Dostoievski y, sin duda, Sylvia Plath, hablan de la esencia humana. Y cuando se habla de la esencia humana no se pueden hacer concesiones al pudor, ni tener pelos en la lengua, ni dejar piedra por remover en la cantera de los sentimientos. Porque eso somos fundamentalmente: sentimientos móviles, con algún pensamiento más o menos emboscado, más o menos inútil o más o menos práctico.
Entiendo por condición humana lo que tiene que ver con la existencia de la persona. Y entiendo por esencia humana lo que constituye la naturaleza de la persona: lo que le queda al ser humano cuando el contexto se desenfoca, cuando las circunstancias no son nada o casi nada, porque las emociones las anulan o casi las anulan. La condición humana es lo que le pasa a la persona. La naturaleza humana es la persona. Su esencia, que, al margen de la existencia, por encima o por debajo de ella, duele o complace. En el caso de Plath dolía tanto que se suicidó a los treinta años después de dejarles el desayuno preparado a sus dos niños.

14 octubre 2016

Todas las novelas son novelas de amor

Hace unos días, en un taller literario alguien preguntó si es verdad, como suele decirse, que sólo hay tres temas a la hora de escribir narrativa: la vida, el amor y la muerte. Sí; sólo ésos, y no son pocos. Claro que la vida es un término muy amplio, como dijo esa persona. También lo son el amor y la muerte aunque parezcan más específicos. Pero, hablando de la vida, dejar entrever si tiene sentido o sinsentido, si es dura o muelle, si es sagrada o engañosa; sugerir eso mediante personajes vivos justifica la narrativa, y en particular la novela.
Hay muchos temas que participan de uno de esos términos, o de dos, o de los tres: amistad, autoridad, infidelidad, relaciones familiares, rabia, odio, celos, exilio, desarraigo, tedio, satisfacción, venganza, etcétera. Pero esos temas, y todos los imaginables, son manifestaciones de alguno de los tres primarios. Vida, amor o muerte, o un cóctel más o menos agitado de entre ellos, es el poso que queda cuando se despeja la incógnita de la trama.
De todos modos, los temas de la vida y de la muerte parecen obvios. Pero ¿por qué el amor? ¿Qué tiene de especial, qué le hace superior al odio o a cualquier otro concepto que se refiera a los sentimientos, hasta el punto de compartir el monopolio de la narrativa con la vida y la muerte?

03 octubre 2016

Ególatras embusteros admirables

Siempre me ha sorprendido la admiración que provocan los escritores de ficción. Un hatajo de ególatras que se dedican a contar embustes y que, sin embargo, tienen seguidores que los deifican.
Es preciso tener una opinión exageradamente favorable de uno mismo para escribir y pretender, no sólo que te lean, sino que además te paguen por leerte. ¿Y qué estás contando a cambio de dinero y aplauso? Mentiras, cosas que jamás ocurrieron o que ocurrieron de otro modo; deformas la realidad, la dotas de un sentido que no tiene, la manipulas sin reparos. Un escritor es un farsante que no lo oculta, que se vanagloria de su habilidad para embaucar. Quien lo lee lo sabe; sabe que todo es falso, y prefiere que así sea.

02 octubre 2016

Harper Lee

Hace poco supe que Harper Lee había muerto a principios de este año, el 19 de febrero.
Es extraño cómo la noticia de su fallecimiento ha tenido menos repercusión en los medios que la publicación de su segunda novela, Ve y pon un centinela, que aún no he leído.
Me enteré de su muerte por casualidad. Estábamos en un taller literario hablando de los escritores sureños de Estados Unidos y surgió su nombre entre los de Steinbeck, Faulkner, Flannery O'Connor e incluso Truman Capote.
“Y Harper Lee —dije—, una escritora que era sureña; perdón, que es sureña, porque todavía vive”. “No —me dijo el compañero de al lado—, murió hace poco”. Efectivamente, me apresuré a comprobarlo. Murió. Matar un ruiseñor. Toda una vida para escribir una de las mejores novelas del sur.
Descansa en paz, Scout. Te lloramos.

24 septiembre 2016

La muerte de Umberto Eco

Umberto Eco murió hace algo más de siete meses. La noticia me conmovió mucho en su momento. Leer sus novelas supuso para mí una experiencia muy placentera en una época difícil de mi vida.
Imagino que sus obras de ficción no gozan de una gran reputación entre los entendidos, aunque es verdad que tampoco se puede decir que tengan mala reputación. Supongo que entre ellos, los entendidos, hay una especie de silencio generalizado que deben de considerar piadoso; que corren un velo sutil de disimulo tras el que parecen disculparle al maestro sus incursiones novelísticas porque vienen avaladas por su antiguo prestigio filosófico, sus ensayos semióticos de primer orden y su sabiduría general inobjetable.

23 septiembre 2016

Mirad siempre en los bolsillos

Hace unos días me comentaban que en una narración puede haber dos tipos de personajes: aquéllos que hacen cosas y otros a los que les pasan cosas. Que son más interesantes o, de cualquier modo, más ricos en matices los primeros. Eso me lleva a distinguir en narrativa entre lo que le pasa al personaje y lo que el personaje es; entre lo existencial y lo esencial. Su alma, no su condición, es lo que mueve al personaje a actuar. A actuar de un modo o de otro. Su actuación no tiene por qué ser espectacular ni heroica; puede ser incluso una actuación negativa. No contestar a una pregunta de un maestro en un examen o de un policía en un interrogatorio, por ejemplo; no llamar a una ambulancia cuando ha sufrido una agresión física: eso también es actuar, y de un modo muy potente. La pregunta, la agresión, es lo que le pasa al personaje, algo externo a él, su circunstancia; no contestar o contestar, no pedir ayuda o pedirla es él, lo que él es, y de ahí surge su reacción. Guardar silencio cuando se supone que uno debe hablar es hacer, como no pedir ayuda cuando uno está en apuros. Naturalmente, si la actuación es positiva, también es más reconocible, pero la falta de reacción positiva, consciente o no, ante un estímulo convencional es igualmente una actuación llena de significado.

22 septiembre 2016

Alta literatura, baja literatura

Suele considerarse literatura por antonomasia a eso que se llama alta literatura. Los novelones, los bestsellers y demás serían producción para consumo popular. Baja literatura.
Estoy de acuerdo. Shakespeare, Kafka, Camus o Plath son grandísimos escritores que hablan de forma preferente sobre el sufrimiento humano. Pocas cosas son más grandes y están más extendidas, así que es perfectamente explicable que los grandes autores lo tomen como centro de su atención.
Pero sólo los que gozan de cierto respiro en su existencia pueden disfrutar plenamente de obras que muestran algo tan desagradable como el sufrimiento; sólo ellos pueden alabar que se haga arte con ese material tan amargo. Aquéllos a los que no les ahoga el dolor —aunque naturalmente les apriete como a todo el mundo— pueden valorar esas obras en su justa medida, pueden consagrarlas; ellos guardan la suficiente distancia respecto al dolor como para poder exaltarse con el sufrimiento pasado por el genio de la estética sin verse arrastrados por el vórtice de la desesperación.
Kafka, por ejemplo, pone el dedo en todas las llagas. Pero hay una gran cantidad de personas con el cuerpo lleno de llagas, con todas las llagas abiertas, personas que sufren de verdad, que saborean hasta la angustia el sufrimiento cada minuto. Que son pobres, que son infelices, y que no saben cómo dejar de ser pobres e infelices. Que no quieren que Kafka ni nadie les cuente lo que es sufrir. Lo saben perfectamente.

21 septiembre 2016

‘En el café de la juventud perdida’ de Patrick Modiano

Hace poco, una profesora de talleres literarios me recomendó la novela En el café de la juventud perdida del escritor francés Patrick Modiano. La presentó como una novela algo extraña, que en una primera lectura podía hacerse árida, parecer incompleta, pero que dejaba constancia del paso por el mundo de personas que normalmente resultarían indiferentes, nada heroicas ni ejemplares. Sombras. La profesora tenía razón, excepto en lo de que pudiera parecer árida. En el café de la juventud perdida me ha parecido una obra muy fecunda desde la primera línea. Es una novela breve, con varias voces narrativas y una multitud de personajes apenas esbozados, de los que vislumbramos un gesto, un perfil; a veces algo más, a veces una pauta de comportamiento o un estado de ánimo crónico, pero, aun los más desdibujados, los apenas mencionados, son personajes vivos. Eso es lo que hace que la novela sea fértil: que está llena de vida. Lo cual, como es sabido, no significa que esté llena de alegría ni de sentido. Más bien al contrario.
La obra gira en torno a Louki, una joven parisina que un buen día, por casualidad, entra en el café Le Condé y traba relación más o menos superficial con los asiduos del local. Pero ni siquiera de ella, que es la protagonista, conocemos más que algunos datos y algunos gestos. Exactamente como ocurre en la vida. De nuestros amigos, de nuestros conocidos, de nuestros familiares, apenas conocemos más que datos y gestos. Algunos. Desde luego no conocemos sus íntimas emociones y aún menos sus verdaderos móviles. Podemos intuirlos en el mejor de los casos, lo mismo que pasa En el café de la juventud perdida. Eso hace de la novela de Modiano una gran obra. Una novela policiaca, como todas; o una novela de amor, como todas; también intimista, también poética, qué sé yo. Etcétera. No importa. La historia no es lo realmente importante. Todas las historias se han contado ya. Se repiten una y otra vez en una novela tras otra de un autor tras otro. Dan el telón de fondo, sirven de vehículo, de excipiente para las emociones, que no son fruto de las situaciones sino de los personajes que las afrontan. Lo importante, lo que marca la diferencia en ésta y en cualquier otra novela, para bien o para mal, son los personajes. Si son de cartón piedra, serán personajes muy cerrados, muy coherentes y muy visibles. Si son de carne y hueso, si están vivos, serán únicos, reservados, huidizos. Los personajes de En el café de la juventud perdida están vivos.

20 septiembre 2016

Carmen Laforet y ‘Nada’

Hace dos semanas, el pasado 6 de septiembre, se cumplió el 95.º aniversario del nacimiento de Carmen Laforet (1921-2004). Su primera novela, Nada, publicada en 1944, bastaría para reservarle un lugar destacado entre los mejores escritores españoles del siglo XX. Con seguridad fue una de las mejores novelistas, mujeres u hombres, desde la posguerra. Tuvo un gran éxito, pero también se encontró con el inconveniente de que Nada se publicase dos años después de La familia de Pascual Duarte de Cela. Pascual Duarte es, sin duda, una obra muy estimable, pero tuvo la dudosa virtud de eclipsar la novela de Laforet. Nada es mucho más innovadora y tiene una calidad muy superior a la primera obra de Cela. Nada es a la vez desgarrada y contenida, algo —el desgarro y la contención— que muy pocos saben combinar con la maestría con que lo hizo su autora.
Placa en memoria de Carmen Laforet en la fachada de su casa natal en la calle
de Aribau 36, de Barcelona, 
donde se ambienta su novela Nada.
Claro está, Carmen Laforet era una mujer y, como tal, jugaba con una mano atada a la espalda en la España franquista. Cela en cambio, tras una carrera meteórica no exenta de talento pero tampoco de favores hechos y recibidos, se convirtió en el niño mimado del régimen en cuestión de letras. Y ese niño mimado, cada vez más y más crecido, tuvo gestos de menosprecio manifiesto hacia Laforet. Le cerró puertas o, como poco, se las obstruyó con su sobredimensionada envergadura.

19 septiembre 2016

Tesis sobre Alonso Quijada o Quesada

Hay una teoría que comparto, según la cual los escritores en sus novelas (por ceñirnos a la novela) no hablan de la vida, el amor o la muerte; no hablan de la justicia ni de la verdad; tampoco hablan de las aventuras de tal o cual aventurero intrépido ni de las peripecias de tal o cual desventurada en apuros. Los escritores, en sus novelas, siempre, siempre están hablando de sí mismos. Aunque su novela trate de marcianos que juegan al ping-pong, aunque trate de seres fantásticos, o de un tiempo remoto que el escritor no ha vivido, o de un país remoto que no ha visitado: el escritor habla de sí mismo. Verne no habla de Nemo, Flaubert no habla de Bovary, Salgari no habla de Sandokán. Verne, Flaubert, Salgari hablan de sí mismos.
También existe la teoría de que la literatura redime. También comparto esa teoría, con un matiz: en mi opinión la literatura redime al lector, desde luego, pero, sobre todo, redime al escritor.
Hago estas consideraciones para hincarle el diente a Don Quijote de La Mancha. El arranque de la novela de Cervantes es actual porque es verdad. Entiéndase: es verdad seguramente no en lo contingente, pero sí en lo inmanente, o si se prefiere, en lo que tiene de inmanente el hastío y la soledad que conducen a la locura. Alonso Quijada o Quesada debía de aburrirse tanto, tantísimo de un ama gruñona, una sobrina pacata, un cura sabelotodo, un barbero desmayado y un bachiller listillo, debía de estar tan harto de la caza de gamusinos por las tierras manchegas áridas y cerriles, de sus paisanos siempre iguales a sí mismos o peores que sí mismos, que no se le ocurrió mejor cosa que darse a la lectura de novelas de caballerías, en las que halló lo que no podía encontrar entre las fuerzas vivas que le enclaustraban y le tenían rodeado. Halló vida y pulso. Motivos para vivir y exaltarse. Motivos para no morir. Se montó en un jamelgo digno de poca confianza y salió de su encierro a respirar su propio aire a costa de la opinión ajena. Sólo cuando recobra el seso al final de la novela reencuentra motivos para morir. Y muere.

18 septiembre 2016

‘En busca de nada’, mi segunda novela

Años sesenta del siglo pasado. Un barrio bajo en las afueras de Madrid. Chabolas, descampados, droga, delincuencia, miseria material y moral. Javier ha nacido en ese entorno al comenzar la década. Es hijo de un obrero pero vive en la séptima planta de un rascacielos, lo que, dentro del ambiente deprimido del barrio, supone un pequeño peldaño que lo eleva sobre las calles encharcadas que puede contemplar desde su terraza. Se hace novio de Joaquina, una chica que vive en una casa baja. Joaquina tiene un carácter decidido y equilibrado, y Javier se enamora de ella. Pero la relación encalla cuando, durante una breve ruptura con Javier, Joaquina se queda embarazada a causa de una violación. Su familia se la lleva a Barcelona, y Javier se queda abatido.
La vida sigue, y Javier trata de buscar consuelo en Charo, la novia de Rafa, su mejor amigo, heroinómano y sumamente bondadoso. Ese triángulo tiene consecuencias irremediables. En los años sucesivos, Javier pasa por una serie de relaciones amorosas, consecutivas o simultáneas. Pero en todas ellas lo que en realidad está buscando es a Joaquina, su paraíso perdido. En la edad adulta, Javier logra salir del barrio y prospera hasta una posición de clase media, pero lleva el barrio metido en las venas. A lo largo de la novela aparecen personajes violentos: violencia política, violencia callejera y, sobre todo, la violencia sorda y ciega que no escapa del interior de las casas, que queda reservada a la intimidad familiar.

17 septiembre 2016

‘Piedras en las papeleras’, mi primera novela

Madrid, finales de 1979. Silvia, de 16 años, deja el colegio privado en el que lleva estudiando desde niña y entra en un instituto público del extrarradio. Su madre ha caído enferma y ha tenido que ser ingresada en una clínica privada durante un largo período de tiempo. Los gastos médicos dejan a la familia con los recursos económicos muy mermados, lo que impone el cambio de centro de estudios para Silvia y su hermana, Mabel. Ambas se harán cargo de atender el hogar y cuidar de su padre, un empleado de banca que pasa casi todo el día trabajando horas extras para poder pagar las facturas hospitalarias y casi todas las noches durmiendo en la habitación de la clínica junto a su mujer. Silvia se encuentra con un margen de libertad inesperado.
En noviembre de ese año, 1979, estalla una lucha estudiantil que durará casi tres meses. Silvia se ve involucrada en esos hechos a través de Víctor, compañero de clase y uno de los activistas de la lucha, con el que se empareja. El 6 de diciembre se convoca una manifestación estudiantil en Cibeles que el gobierno civil desautoriza. Después de mucho titubear, Silvia acude junto a Víctor a esa manifestación. Se produce una carga policial. Silvia corre, resbala, cae al suelo y es golpeada y detenida. La Policía la traslada con otros detenidos a una comisaría céntrica en un coche zeta. Lo ocurrido entre las oscuras paredes del despacho del comisario, al que acompañan otros dos policías de paisano, cambiará toda la vida de la joven Silvia.

16 septiembre 2016

Por qué ‘Litera dura’

Litera dura. Literatura. Hay quien dice que los juegos de palabras demuestran falta de imaginación. Es posible. De todos modos, jugar con las palabras me parece lo mejor que se puede hacer con ellas. En todo caso, es lo mejor que un escritor puede hacer con ellas. No creo que haya que tenerles demasiado respeto, ni mucho menos miedo; el famoso miedo al folio en blanco, que en realidad no es el miedo al folio, sino el miedo o el respeto reverencial a las palabras que nos tiranizan y nos exigen precisión, exactitud, y que así nos dominan. El juego ayuda a perderles totalmente el miedo y la parte sobrante de respeto a esas pequeñas partículas pretenciosas, sonidos de la garganta o trazos en un papel, que aspiran a ser independientes, mágicas, inaprensibles. Herencia sacrosanta de la tradición. El juego nos permite agarrarlas, estirarlas, contraerlas, destruirlas, como a juguetes con los que nos podemos divertir o de los que nos podemos aburrir. Más vale dejar de respetar tanto a las palabras y empezar a respetar a los seres humanos.
Fotografía de Sara Von Hammersmark.
Litera dura. Literatura. El juego de palabras no es gratuito. La escritura suele surgir de la incomodidad. De aquellos que apenas encuentran reposo en la dura y oxidada litera de una celda, sea una celda real o la celda metafórica del entorno, de la vida escasa y poco vivible. Quienes duermen en colchones mullidos, entre cojines y sábanas limpias, bien arropados, y despiertan al día siguiente cuando entran los primeros rayos de sol a través de su amplia ventana adornada por visillos, en general no van a perder el tiempo escribiendo. Si lo hacen, lo harán como un divertimento más o menos frívolo. Parirán cosas entretenidas en el mejor de los casos, como el que juega al parchís sin apostar nada. Escribirán sin necesidad. La buena literatura surge de la necesidad; de la necesidad de aliviar el dolor de huesos que nos provoca apoyar la cabeza y la espalda cada noche entre las aristas y los tornillos carcomidos de una sucia litera metálica en una habitación lóbrega entre lamentos y gritos. La escritura que conmueve, la que expone la naturaleza humana, surge de la incomodidad. Estamos incómodos con la realidad, así que la denunciamos y la burlamos con la literatura.